Madrid - Praga


Hallamos este hermoso escrito de Antonio Muñoz Molina en la última edición de Babelia sólo unas horas después de que ilustráramos con una cita de su Sefarad la importancia de las celebraciones de la Semana Santa en Úbeda. El texto, que quizá intencionadamente imita las «sentencias largas» de Bohumil Hrabal, habla sobre Josef Sudek, cuyas fotos se han expuesto en Madrid por primera vez después de medio siglo. La historia y figura de Sudek son tan enigmáticas como la ciudad que él fotografió durante toda su vida y sus imágenes, directa o indirectamente, han determinado hasta hoy nuestra manera de ver Praga.


Josef Sudek es un hombre que camina por las calles de Praga encorvado por el peso de una cámara voluminosa y arcaica y de un trípode de fotógrafo ambulante, de fotógrafo siempre como de otra época que se oculta bajo la joroba de la cortinilla negra para tomar sus retratos, apretando despacio la pera de goma del disparador. En un acertijo Zen la pregunta es cómo sonará la palmada de una sola mano. El arte de Josef Sudek tiene algo de la resonancia quimérica de esa mano que no puede chocar con otra, porque había perdido el brazo derecho en el frente italiano durante la Primera Guerra Mundial, y aunque a veces un asistente le ayudaba a preparar la cámara, en sus caminatas callejeras solía vérsele por Praga cargando con ella a solas, el armatoste Kodak de 1894 y el trípode convertidos ya en una parte de su perfil, como la boina y la capa negra y el hombro izquierdo cada vez más inclinado, a falta del contrapeso del otro brazo ya fantasma, dolorido todavía, amputado en un hospital de la retaguardia. En 1926, cuando Josef Sudek llevaba casi diez años siendo un mutilado de guerra, volvió a Italia acompañando a sus amigos de la Filarmónica de Praga. La música era su otro gran amor. En medio de un concierto se levantó de su asiento y salió como sonámbulo del teatro, y por calles vacías y a oscuras llegó al extrarradio y estuvo caminando toda la noche, esta vez más ligero sin el peso de la cámara, perdido en paisajes que no conocía. En la niebla gris del amanecer, en un campo llano, vio una granja, con la sensación de reconocimiento inapelable de los sueños. Era la granja a la que lo habían llevado cuando fue herido, cuando le cortaron el brazo. «Pero mi brazo no lo encontré», contaba luego, aunque no dijo dónde estuvo después, cuando sus amigos de la orquesta lo buscaron en vano antes de continuar sin él la gira.


Volvió de ese viaje y ya nunca más salió de Praga. Alquiló un pequeño taller que daba a un jardín umbrío y en él trabajó y vivió los cincuenta años que le quedaban de vida. La guerra y la pérdida del brazo habían trastornado su juventud. Los obstáculos en mi camino se convirtieron en mi camino, escribe Nietzsche. La verdadera vocación puede ser un camino que sólo se abre por azar cuando se han cerrado otros que parecían más evidentes. Si no hubieran tenido que amputarle el brazo derecho a la altura del hombro por culpa de una herida de guerra infectada Josef Sudek habría sido encuadernador. Y sin la pequeña pensión de invalidez que le quedó después de la guerra no habría podido dedicarse en cuerpo y alma a la fotografía. Empezó haciendo retratos de los veteranos con los que coincidía en los hospitales, figuras de aquella población de espectros mutilados o enloquecidos que quedó en Europa después de la carnicería, pero iba a tardar algunos años en encontrar su estilo. Con veintitantos años tenía que aprender a vivir con un brazo de menos, a manejar la cámara y los procesos del revelado. Pero más difícil era aprender a mirar aquellas cosas en las que nadie reparaba aunque estuvieran a la vista de todos. Para hacer algo era preciso centrarse: elegir o encontrar una posición fija en el aturdimiento y la variedad del mundo; como ajustar el foco de una lente. Para mirar Praga, Josef Sudek tuvo que irse brevemente de Praga. Viajó hacia el sur y en aquel amanecer italiano —las llanuras fértiles, las distancias brumosas, interrumpidas por casas o árboles— vio de nuevo el lugar en el que su primera vida había sido destrozada por la metralla, y al no encontrar el brazo que le faltaba lo que descubrió fue el otro brazo y la otra mano invisibles gracias a los cuales iba a resonar el misterio de su invención poética.


Ya no necesitaría salir nunca más. La tierra incógnita más alejada en la que iba a aventurarse eran los descampados al final de las líneas de los tranvías. Trotaba por los callejones con la gran joroba de la cámara al hombro, dándose prisa para llegar a un cierto instante de luz, o se quedaba inmóvil durante muchos minutos, esperando el momento exacto, cobijado por la cortinilla negra. Decía que fotografiar era un arte raro, porque no se podían mostrar las cosas abiertamente, sino dando pistas, desvelando sólo lo justo, para que la imagen completa estuviera en la mirada y en la imaginación del espectador. Los formatos panorámicos de 30×10 que permitía su cámara abarcaban la horizontalidad de una plaza o de una llanura en las que las siluetas humanas están aisladas en la lejanía, pero no perdidas en ella, porque unas veces tienen el aire de contemplación de las figuras de espaldas en los cuadros de Friedrich y otras se las ve caminar con un propósito ensimismado, hombres y mujeres que cruzan una calle céntrica o que se alejan hacia un bloque de viviendas después de bajarse del tranvía en la última parada, la que ya no está en la ciudad pero tampoco es el campo, el extrarradio desde el que los tejados y las torres de Praga son poco más que un perfil recortado contra el horizonte.


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En las fotos de Sudek Praga parece suspendida en el tiempo, desdibujada en las luces ambiguas de los atardeceres y los amaneceres, deshabitada y silenciosa en noches húmedas de invierno, en noches con la fosforescencia de la niebla o la nieve atravesadas por tranvías como submarinos con un faro encendido en la proa. Pero ésa es la ciudad asediada y convulsa a la que acuden refugiados de media Europa según avanza el nazismo, la que contiene el aliento cuando en noviembre de 1938, en el pacto infame de Múnich, los británicos y franceses aceptan que la mitad del país sea amputada para entregársela a Hitler, la que en 1939 es ocupada por el ejército alemán y por los eficaces carniceros de la Gestapo, la que sólo unos pocos años después del final de la ocupación nazi sucumbe a la mascarada de un régimen comunista mangoneado por los soviéticos. La Praga que estuvo en el corazón de Europa se volvía remota tras el hermetismo del Telón de Acero: así la vemos en estas fotos de Sudek de los años cincuenta que se muestran ahora en Madrid, en una sala recóndita del Círculo de Bellas Artes. Una ciudad de plazas sin tráfico y noches deshabitadas en las que todavía perdura el escalofrío del toque de queda, de estatuas enfáticas en las cornisas de los edificios, de cristales de ventanas empañados por la condensación, de jardines en sombras comidos por la maleza que exhalan un olor profundo a tierra húmeda y hojas empapadas. En el silencio unos pasos suenan sobre los adoquines, una respiración jadeante. El hombre insomne de la espalda torcida camina por la ciudad en busca de aquella luz de amanecer que vio sólo dos veces en su vida, el día en que le amputaron el brazo, el día en que lo buscó varios años después como extraviado en un sueño.



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